Hablemos de la famosa "inclusión educativa". Se nos ha vendido como la solución mágica para transformar la vida de las personas más vulnerables, la panacea moderna para corregir siglos de injusticia social. Nos encanta hablar de "inclusión" en los discursos, las leyes y las políticas, como si la simple mención de la palabra pudiera solucionar décadas de desigualdad. Pero aquí va la verdad cruda: la inclusión tal como la conocemos es una gran mentira.
Nos han hecho creer que al etiquetar a las personas como "discapacitadas", "diversas" o cualquier otro término políticamente correcto, les estamos haciendo un favor. Que estamos abriendo las puertas para que entren a la sociedad por la puerta grande. Sin embargo, el simple acto de etiquetar ya lleva consigo una trampa. Y aquí es donde viene el primer golpe: al etiquetar, lo único que hacemos es alienar a esos mismos individuos.
Pensemos en ello. ¿Qué implica realmente la inclusión como la entendemos hoy? Convertimos a las personas en "casos", en estadísticas, en números que son útiles para que las instituciones justifiquen sus políticas, pero no en seres humanos con deseos, sueños y, sobre todo, capacidades para crecer por sí mismos. Les asignamos un rol, el rol del "diferente", del "vulnerable", y los reducimos a esa única categoría.
Y aquí entra Jacques Lacan, uno de los psicoanalistas más controvertidos (y sí, ya sé que no es mi favorito, pero tiene puntos interesantes que no podemos ignorar). Lacan plantea que el lenguaje crea realidad; que cuando algo se nombra, se define y se limita. Es el concepto de "nominación". Según Lacan, cuando nombramos a una persona como "discapacitada", la estamos limitando a ese único aspecto de su identidad. Todo su ser queda reducido a esa palabra, y es desde esa etiqueta que el Estado y la sociedad empiezan a interactuar con esa persona.
Blanca Inés Zamudio, en su análisis de las políticas públicas, toma esta idea lacaniana de la nominación y la lleva más allá: al etiquetar a alguien como "discapacitado", no estamos realmente integrando a esa persona. Lo que estamos haciendo es alienarla, convirtiéndola en un sujeto de segunda clase, cuyo acceso a los servicios y derechos depende exclusivamente de esa etiqueta. No importa lo que esa persona haya logrado o pueda lograr, porque siempre será vista a través del filtro de su "discapacidad" o su "diferencia".
Zamudio lo deja claro: las políticas de inclusión son una trampa. Al poner el foco en lo que nos hace "diferentes", estamos reforzando esas mismas diferencias. ¿Qué sucede cuando etiquetamos a alguien como "discapacitado", "afrodescendiente", o "mujer vulnerable"? Nos hacemos sentir bien porque creemos que estamos haciendo algo positivo al reconocer sus "dificultades", pero en realidad estamos construyendo guetos simbólicos. Creamos una sociedad donde estas personas ya no son vistas como individuos completos, sino como representantes de un grupo marginado. Y en lugar de abrir las puertas de la inclusión, estamos cerrando otras más importantes: las puertas de su pleno desarrollo y reconocimiento como seres humanos.
Lacan también habla del "deseo del Otro", y aquí viene el segundo golpe. ¿Quién es ese Otro? El Estado. Las políticas públicas y las instituciones estatales son el gran Otro que supuestamente "desea" la inclusión de todos en la sociedad. Pero, como señala Zamudio, ese deseo es falso. El Estado no desea realmente la integración de estos individuos; lo que desea es mantener el control sobre ellos. El Otro —el Estado— no quiere que estas personas prosperen y se liberen de sus etiquetas, sino que sigan dependiendo de sus programas, sus ayudas, sus políticas.
Este control, disfrazado de "inclusión", genera una nueva forma de dependencia. Las personas etiquetadas como "diferentes" dependen del Estado para recibir ayuda, para acceder a servicios, para ser reconocidas. Pero nunca llegan a ser vistas como iguales. Siempre están atrapadas en esa red de dependencia, en esa relación desigual con el Otro que las ve a través del prisma de su "diferencia". Aquí es donde surge lo que Lacan llama "la muerte del deseo". Al quedar atrapados en la categoría que el Estado les impone, estos individuos pierden el deseo de ser algo más, de ser algo diferente a lo que les han dicho que son.
Pongamos un ejemplo concreto. Imaginemos una persona con discapacidad visual que es reconocida por el Estado como parte de un programa de inclusión. Tiene acceso a ciertos recursos, como materiales en braille o apoyo especializado. Pero, ¿qué sucede con esa persona? Durante toda su vida, su acceso a derechos y recursos estará mediado por su etiqueta de "discapacitado". Su identidad quedará reducida a esa categoría, y tanto el Estado como la sociedad la verán a través de ese filtro. No importa lo que haga, siempre será "la persona con discapacidad visual", y no una persona con talentos, sueños, deseos y capacidades.
Esto no es inclusión, es exclusión con otro nombre. Y la ironía es aplastante: las mismas políticas que pretenden integrar a las personas, en realidad las están segregando. Al centrarse en la diferencia, las políticas públicas perpetúan esa diferencia, alejando a las personas de una verdadera integración. Los convierten en beneficiarios eternos, en sujetos pasivos que dependen de la ayuda del Estado para sobrevivir en lugar de ser empoderados para prosperar.
Zamudio lo llama una red de dependencia y resignación. La "inclusión", en lugar de empoderar a las personas, las atrapa en una posición de apatía. Se resignan a ser lo que el Estado dice que son, a recibir las migajas que el sistema les ofrece. El resultado es un sujeto alienado, que ya no lucha por sus propios deseos porque ha aprendido a vivir según los deseos del Otro, es decir, del Estado.
Pero lo más devastador de todo es que hemos caído en la trampa de pensar que esto es progreso. Creemos que al implementar políticas de inclusión estamos resolviendo problemas, cuando en realidad estamos creando nuevos. La inclusión, tal como la estamos implementando, no es inclusión. Es una forma más sofisticada de exclusión. Y lo peor de todo es que, al creer que estamos haciendo lo correcto, estamos perpetuando el problema.
Aquí es donde necesitamos un cambio radical. La verdadera inclusión no debería centrarse en la "diferencia" o en la "discapacidad". Debería centrarse en las capacidades, en los talentos y en las fortalezas de las personas. No necesitamos más políticas que etiqueten a las personas; necesitamos políticas que las empoderen para ser quienes son, sin importar qué etiquetas les haya puesto la sociedad.
Y volvamos a Lacan. ¿Qué pasaría si dejáramos de nominar a las personas? ¿Qué pasaría si dejáramos de reducirlas a un único rasgo? Lacan sugiere que el ser humano no puede definirse completamente a través del lenguaje. Siempre hay algo más, algo que escapa a las palabras y a las categorías. En lugar de centrarnos en lo que las personas "no tienen", deberíamos centrarnos en lo que sí tienen, en lo que pueden aportar al mundo, sin importar cuántas etiquetas les pongamos.
Al final del día, la inclusión real no debería necesitar una política que te reconozca por tu "falta". Debería ser una sociedad en la que todos, sin importar sus diferencias, tengan la oportunidad de brillar por lo que son. Las políticas actuales, al obsesionarse con las etiquetas, están perpetuando el problema. Y mientras sigamos atrapados en este ciclo de nominación y alienación, la inclusión seguirá siendo una farsa.
La verdadera inclusión empieza cuando rompemos con este ciclo. Cuando dejamos de ver a las personas a través de las etiquetas que les imponemos y empezamos a verlas como seres humanos completos, con todo su potencial y capacidad. Hasta que no hagamos ese cambio, seguiremos atrapados en la gran farsa de la inclusión.
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